lunes, octubre 30, 2006

Rexistencia 28 - El almacén de la Juanita

















El sábado, pasadas las nueve de la noche, terminaba de ordenar mis objetos maravillosos en el departamento de Flores y me preparaba para salir a vender, cuando de golpe recibí un mensajito inesperado en el teléfono. Era mi madre, que me preguntaba:

—Juan Diego, ¿vas a ir a la fiesta de la Juanita?

Diez días antes, había recibido una grata llamada de Juanita, en un italiano casi incomprensible, invitándome a la fiesta por los cuarenta años de su almacén. Por supuesto, acepté.

Pero ahora, frente al mensaje de mi madre, estaba casi saliendo al trabajo. La verdad que me había olvidado completamente de la fiesta.

Miré la mochila, lista para la excursión palermitana, y pensé en el dinero que necesitaba ganar para afrontar la catarata de gastos que tengo en esta época de mi vida. Era el día de venta más importante de la semana; seguramente muchas clientas esperaban ansiosas.

Pero bueno, jamás me perdonaría faltar a la fiesta, así que agarré la mochila, salí de casa y enfilé para Villa Celina. Quizás podría vender más tarde. Antes, tenía que cumplir con la Juanita y con su hijo Tino.

Tipo diez y media de la noche entraba al barrio. Las ya mitológicas calles, guardadas entre la Richieri y la General Paz, permanecían en silenciosa oscuridad. Avancé, respirando el aroma de los potreros.

Al llegar a Martín Ugarte, la calle donde está el almacén, justo enfrente de la casa de mis padres, me crucé con una bandita de pibes que no conocía. Era raro que me pasara eso, tan acostumbrado a que me saludaran hasta las baldosas. En fin, Celina ahora es así. Después de haber vivido veintiocho años en ese lugar, ahora que me fui a la Capital, cuando vuelvo, me siento hijo del barrio como nunca, pero también un completo extranjero.

Llegué al almacén. En la vereda no había nadie. Entre los postes de luz, el viento movía un pasacalle que pusieron los vecinos en homenaje a Juanita. Enfrente, las persianas de la casa familiar estaban cerradas. Toda la situación era de fantasmas, una cosa triste, un anticipo del tiempo que viene, cuando yo soy más grande y todo aquello se desmorona en las paredes, estúpidamente erguidas a pesar de la gente que ya no está.

Giraba la cabeza y veía todo, como hipnotizado por un juego de infancia. De repente, un milagro interrumpía la melancolía. Eran voces, eran luces, era música que se elevaba desde el patio de la Juanita, al lado del histórico almacén. Entonces lloré. Porque todavía quedaba vida en Villa Celina, vida reconocible, pese a los prolijos epitafios que escribo con tanto esmero.

Abrí la puerta del patio y fue como entrar a uno de mis cuentos. La gente, que colmaba la casa de la Juanita, saltaba al compás de una tarantella. La mayoría eran viejos. La escena era bizarra; parecía sacada de la película Esperando la carroza. En el medio de todo eso, estaba Juanita bailando con mi papá.
Durante la Segunda Guerra Mundial, mis abuelos aún vivían en Comiso, un pueblito de Sicilia. A dos cuadras de su casa, vivía la familia de Juanita. El destino volvió a unirlos de un modo increíble, más de una década después, al ponerlos uno frente al otro, en un país diferente y lejano, la Argentina.

Mis abuelos fallecieron hace tiempo, sino seguramente también estarían allí, bailando tarantellas en el medio del patio como ahora lo hacía mi padre, italiano de nacimiento, que vino acá muy chiquito. Cumplió los cuatro años arriba del barco.

Apenas abrí la puerta, todos me reconocieron.

—¡Juanegriego! ¡Juanegriego! —gritaban los viejos y se abalanzaban sobre mí para besarme, entonados por el vino y emocionados por tanto tiempo sin verme.

La tarantella sonaba más fuerte. Me puse a aplaudir, y con la mochila todavía puesta, quedé encerrado por una ronda, que exigía mis primeros pasos.

Fue una noche maravillosa. A las doce y pico me despedí, porque quería llegar a tiempo para vender algo en Palermo. Me esperaba un largo viaje. Antes de irme, la Juanita me regaló un souvenir precioso. Es un adorno artesanal con un gancho para colgar la bolsa de pan, que también está incluida en el regalo. En el rectángulo de madera, hay un muñequito hecho de mazapán, seguramente una representación de Tino, atrás de una barra donde -también en mazapán- se ofrecen panes, un queso y una botella de vino. En la bolsa, de una tela tipo arpillera, está bordado:
1966 - 2006
Almacén Juanita
40 Aniversario
Me fui del barrio con la tormenta y a eso de las dos de la mañana estaba en Palermo Hollywood, ofreciendo objetos maravillosos. El contraste era tan grande que empecé a sentirme aturdido, como borracho, y eso que casi no había tomado alcohol.
Por suerte me fue bien y los anillos abrazaron muchos dedos.

Más tarde, volví a casa.
Cuando la madrugada cerraba la noche, la gripe, acostada en mi cama, abría los primeros síntomas en mi cuerpo.

















Rexistencia 27 - No toques ese tango que me mata -----------------------------------------------------------------------------

9 comentarios:

EmmaPeel dijo...

Seguro que tus abuelos estaban mirando y bailando tarantellas entre las estrellas

Luciana Rezzónico dijo...

Juanegriego, tu relato me emocionó.

jqn valenzuela dijo...

soy de pueblo y me identifiqué con la historia del almacén de tu barrio. con esa cotidaneidad. de ahí me fui a leer "objetos maravillosos" otra cohincidencia: el industrial.

Anónimo dijo...

lo más lindo de tus textos es la sencillez

myrna minkoff dijo...

bonito, bonito, bonito!

Ramón Paz dijo...

grande juanegriego!!!
un abrazo

Juan Dé dijo...

Mil gracias a todos!

Anónimo dijo...

Juan, tus relatos me traen los mejores recuerdos del barrio que me vio crecer. Y pensar que mi gran amor (aquel que no pudo ser), vive hoy en día tan cerca de la Juanita!!!...
Un cálido abrazo desde La Rioja.

Anónimo dijo...

muchas gracias Pedro!
un gran abrazo