sábado, abril 09, 2011

Amor bajo cero

No sé bien si en esta metáfora es "Marina" o "Ejército",

pronto circulo por admisiones y administraciones,

lugares kafkianos colmados de secretarios y oficinistas

donde lleno formularios y me autorizan repetidas veces

hasta que llego a mi destino, un triste panorama

en la habitación 27 de julio. Mi cama: un colchón

sin sábanas ni almohada que me ha sido "prestado"

de los pabellones psiquiátricos o psicomotrices.

Mi compañero tiene una hernia gigante,

su camiseta está manchada y el pijama abierto

deja ver sus partes de tamaño sobrenatural;

yo quiero mirarlo a los ojos pero enseguida veo el techo o el piso,

él habla hasta por los codos, tiene ochenta y cuatro,

su cabeza ha sido llenada de chistes de café por la sociedad,

prejuicios raciales y valoraciones políticas traídas de los pelos,

dice que era arquitecto aunque sólo por gusto;

él estudió más de diez carreras y me explica

las mejores profesiones del ser humano.

Otro, al lado, tiene risa cadavérica pegada a la cara,

quizás la alegría de alguna anécdota que lo marcó

o sólo un tic involuntario de muerto en vida.

Este viejo se cae de la cama por una pesadilla o por querer

alcanzar el papagayo que está arriba del banquito.

Su caída es una explosión sumamente ruidosa,

lo cual es un acontecimiento muy extraño,

teniendo en cuenta que, a la vista, es piel y hueso;

se lastima la cabeza y empieza a sangrar, empieza a gritar

tirado boca abajo contra la cerámica ¡por Dios! ¡por Dios!

Es una escena dantesca que petrificaría a todos los presentes

si no fuera por Virgilio que da aviso, en la portería, ante la ley:

los enfermeros, los de seguridad y el caudillo,

un patovica gangoso que devuelve al viejo a su cama

y le hace curaciones mientras me mira de reojo y da la orden:

¡dormir! ¡pero nunca! ¡nunca soñar! ¡nunca soñar!

¡Inacardone, Inacardone! ¡Al quirófano!

¿A todos los desnudan cómo a mí?

Me envuelven en una bolsa de nylon;

en una bolsa negra de consorcio que no alcanza hasta los pies

–a los pies los meten en bolsas de carrefour–

y después a las corridas me llevan por largos corredores,

coleando en las curvas me hacen rebotar contra las puertas

mientras la gente me ve, los vecinos me ven

de arriba a abajo. En el quirófano,

un lugar parecido a una sala de ensayomusical,

el cirujano y una decena de chicas con onda universitaria,

conectan los instrumentos y amplificadores,

prueban sonido y asisten en círculo a mi desnudez,

me revisan, me inspeccionan, me tocan un poco aquí,

un poco allá, me afeitan los muslos y

me inyectan líquidos por todos lados.

Afuera suena la Aspen y ellos se quejan,

a mí lo único que me importa es la vergüenza;

en otra época hubiese querido levantarme

a cada una de estas doctorcitas,

hoy la ansiedad me acelera tanto

el ritmo cardíaco que me cierra la boca

así que me trago una por una

las muletillas de vendedor ambulante

junto a la vida que también me trago,

o me traga, por la sedación que una mina

pregunta si da sueño. ¡Obviamente!

Yo digo sueño y risa.

Ja, ríen los universitarios del Purgatorio,

felices por el objetivo cumplido (yo),

y comentan que a cada uno le pega distinto.

A mí lo que me pegan es una buena piña y ahora sí,

amigos, estoy viajando de nuevo en el Sarmiento,

mi cara es plastilina de la velocidad,

las casas y los árboles se borran por el vértigo,

los pibes aspiran pegamento en los baldíos rojos

del fondo del sol clavado de las uñas

hasta que el viaje se interrumpe

por la voz imperativa del Doctor

que le dice a alguien ¡ya está! ¡llevalo!

(Doctor: me sacaste la vida,

al menos dame un poema,

coseme una cicatriz concreta

cuyos puntos formen las letras

del discurso y la canción mil veces

sobre el ancla de bronce apoyada

y en el parlante volarán los pájaros

que han perdido el nido en el invierno,

porque mi amor es como un cuervo

con un ala rota en mi ventana

que, sin embargo, se arroja

a sí mismo por el aire)