lunes, agosto 20, 2012

La emoción


Códigos y lenguajes para leer más literatura*

La amplia consigna de esta mesa me sugería, en principio, hablar de los soportes y modos de circulación contemporáneos que se han sumado a la publicación tradicional del libro en papel, hablar, por ejemplo, de internet, de las revistas digitales, de mi experiencia durante años con el interpretador, hablar de los blogs y las redes sociales. Hablar también de las editoriales independientes o alternativas, del cooperativismo, las cartoneras, la FLIA. Y hablar de ese fenómeno que se multiplica en varias ciudades argentinas con los ciclos de lectura. El soporte más barato de la literatura: la oralidad.

Pero la consigna también me permite reflexionar acerca de un tema que me interesa y que también es un soporte, o un lenguaje, habría que ver si puede definirse, esencial (y atemporal) de la literatura. Me refiero a la emoción. Esa característica humana que a veces se traduce en temor, a veces en esperanza, melancolía, alegría o tristeza, y que sirve no sólo para explicar la fuerza que experimentamos como lectores frente a algunas obras, sino también para intuir que la emoción puede ser un modo de circulación literario, que, a veces, se suelta del cuerpo elemental, del cuerpo en papel. Porque somos varios los que amamos los libros, pero hay que decirlo: la literatura es más que los libros.

Por más que la biblioteca, por tradición y costumbre, albergue las obras y nombres que pudimos amar o rechazar, o que aún esperan, en casa, en la librería o en la escuela, nuestro encuentro, o, en la mayoría de los casos, y debido a la cantidad enorme de títulos, una lectura que jamás se llevará a cabo; la narrativa, la poesía, el ensayo, se filtran además en otros soportes y disciplinas, e incluso en la vida cotidiana.

Cuántas veces, las series de televisión, los comics, los juegos de pc o PlayStation, recurren a estructuras argumentales y procedimientos narrativos inventados por grandes maestros de la literatura. Cuántas veces se dice de un periodista que tiene buena pluma, que sus estilos son “literarios”. Cuántas veces, el cine, el teatro, las canciones poseen, según algunas críticas publicadas en suplementos culturales, “el valor de la poesía”. Todos hemos leído o escuchado alguna vez una opinión acerca de una película que “tiene mucha poesía”, o un disco que “tiene mucha poesía”. En el imaginario cultural, la idea de perfección o las grandes habilidades a veces son explicadas como poesía. Una jugada de Maradona, puede ser poesía; besar a la chica más linda del barrio, puede ser poesía; el pan del vendedor ambulante en Plaza Francia, cuando yo vendía anillos. Probá, loco —me dijo una vez—, esto no es pan, ¡esto es poesía! Poesía rellena, caliente, del continente, para toda la gente.

Pareciera que, a veces, en la percepción popular, la literatura abandona su cuerpo elemental y se reencarna o irrumpe, fantasmal, en cualquier actividad artística, o incluso en la vida real. ¡Cuánta literatura tiene la vida real! Me acuerdo de mi barrio Villa Celina. Siempre que iba al almacén de la Juanita a hacer los mandados, los vecinos, igual que los antiguos que contaban historias en torno al fogón o a orillas de un río, interrumpían las compras, para contar leyendas urbanas o chismes, muchas veces exagerados o fantásticos. Entonces, la Juanita se quedaba como congelada, con la mano en la caja de los bizcochitos, o con el queso a medio cortar. La aguja de la balanza no marcaría el kilogramo pedido hasta que el paréntesis —lo que le pasó a Tino, el incendio en el kiosco, la historia del Hombre Gato— se cerrara. A mí la vista se me nublaba, porque la literatura había desembocado por cualquier agujero negro al corazón de mi infancia y mi barrio, en aventuras, temores y humores dignos de mi colección amarilla de Robin Hood.

Los códigos, los lenguajes, los soportes de la literatura son innumerables. Lo importante es abrir la mente, el corazón y los sentidos, para que la experiencia sea enriquecedora y, por qué no, transformadora. La lectura, como los viajes, tiene turistas y viajeros. Los primeros cargan su mochila —costumbres y morales— y jamás se despegan de ella, no pueden leer más que sus pretensiones o prejuicios. Hacen las excursiones que dicta el paquete turístico y se sacan fotos a diestra y siniestra. Y están los otros, que dejan la mochila para llegar más lejos y embarcarse en los enigmas y los ritmos de la otredad, viajeros en tensión o intensidad, que pisan datos escondidos y puntas de iceberg.

Ya se sabe, que en la literatura las cosas no son lo que parecen. Por eso es importante lo que se dice y lo que no se dice. El lector debe prestarle atención al silencio y tantear allí puertas escondidas que abren nuevos pasajes. Puestas bajo una luz negra, las entrelíneas se revelan escritas con vinagre y limón, oraciones y sentidos que generalmente no escriben los autores, sino que se dan involuntariamente. Porque la literatura es creación, pero también es descubrimiento. Por eso, no tiene sentido el afán de comunicación. No se trata de Emisor – Mensaje – Receptor, sino de una experiencia que contiene múltiples capas. Es inútil la pregunta de algunos autores: ¿Se entendió lo que quise decir? Como si la respuesta afirmativa significara que entonces es bueno y la negativa que es malo. Los cuentos, poemas, ensayos, que aspiran sentidos únicos, sirven como paquetes turísticos.

Ya se sabe, que la literatura no nace de un repollo ni flota en una burbuja. Así como irrumpe en la realidad, a veces suelta de cuerpo y de libros, también en ella se origina, por más imaginativa que pueda ser. El lector debe prestarle también atención al ruido y tantear allí puertas escondidas que dan a la calle. La literatura produce, más allá de sus licencias creativas, documentos subjetivos que dan cuenta de otros aspectos de la comunidad, de la cultura, de la política, ya que por más que no aspira a la rigurosidad o a criterios científicos, como sí podrían hacerlo la Historia, la Sociología, la Antropología, es, sin embargo, un acceso valioso para comprender el espíritu de cada época. Cuando uno por ejemplo lee un texto literario sobre Eva Perón, o sobre la dictadura, no necesariamente se informa de hechos reales, pero sí de una emoción, de un sentimiento individual o colectivo, que se ha expresado en un lugar y en un momento particular.

En la fundación de la literatura argentina, hay una emoción fundamental, que luego se actualizará en distintas épocas y personajes. Me refiero al miedo. Cuando uno lee, por ejemplo, El Matadero, o La Cautiva, de Esteban Echeverría, se encuentra ante representaciones del miedo, versiones locales del romanticismo de estas tierras, frente a la melancolía imperante en la pintura romántica alemana o la poesía inglesa de los laguistas o los satánicos. La literatura argentina ofrece, desde mucho tiempo antes que la difusión compulsiva del delito que hacen los medios de comunicación, versiones del famoso drama de la inseguridad.

Esta emoción a veces cambia, a veces se va, a veces vuelve. La anécdota del unitario de El matadero se repetirá muchas veces. En el siglo XX, el peronismo actualiza el temor fundante, y la literatura ofrece nuevas versiones, de uno y otro lado, entre las más conocidas podríamos citar textos que se han vuelto de uso escolar, como “La Fiesta del Monstruo”, de Bustos Domecq; “Casa Tomada” y “Las puertas del cielo”, de Julio Cortázar; “Cabecita Negra”, de Germán Rozenmacher; “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini. Siempre, te quieren matar, te quieren violar. Los ejemplos son muchos, incluso en la Televisión. La anécdota de El Matadero se repite, también, en Okupas, la serie de Bruno Stagnaro que inaugura el realismo sucio en la TV argentina. En el capítulo 4, titulado “El Beso de Judas”, el protagonista, va al Docke y allí encuentra su propio matadero, se convierte en el mascapito, lo quieren matar, lo quieren violar. Esta enumeración es solo un ejemplo, un sistema literario entre tantos otros, que también ha sido basado en una emoción.

Paranoia y Parodia, explica Ricardo Piglia, son las formas que adoptan estos relatos herederos de aquel cuento de Esteban Echeverría. Paranoia: Casa Tomada del Matadero; Parodia: La fiesta del monstruo del Matadero. En la periferia, que, al principio, llamaban desierto, lo cual resultaba una paradoja, ya que era un vacío-lleno, donde habitaba el otro. Primero, el indio; después, el gaucho; después, el inmigrante; después, el cabecita negra; después, el villero, amenazando a la ciudad, como piojos dispuestos a saltar la avenida de circunvalación y enfermar La Cabeza de Goliat, como llamó Ezequiel Martínez Estrada a Buenos Aires.

Y en esa masa oscura que rodeaba a la luz (de la ciudad), no fue necesario que se levantaran criaturas fantásticas como “El Coloso”, de Goya (del Romanticismo español). Acá, como dijeron los realistas mágicos, no había que inventar nada; la realidad americana ya es fantástica, exuberante, desproporcionada. Para centauros bárbaros, hubo indios; para chusma hormigueante, hubo gauchos y caudillos; para zombies, descamisados del 17 de Octubre; para mutantes, obreros de fábrica transformados en remiseros y vendedores ambulantes a finales de la década del 90. Si la historia de nuestro país es la historia de las personas; nuestra literatura, en gran medida, es la literatura de los monstruos que supimos conseguir.

La literatura es muchas cosas, y entre tantas, también, un archivo de emociones. Quizás por eso, genera tantos amores y odios. Cuanta más literatura recorramos, más completas serán nuestra memoria y nuestra identidad, ya que el lector, como la literatura, se hace al andar. 



*Texto leído en el 17 Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia, Chaco, 2012.