-(...) ¿Para dónde hay que ir?
—Nos tenemos que meter más en el sudoeste. Allá adelante hay un puentecito que construimos nosotros, hay que cruzarlo. Usted va a tener que pasar con precaución, porque es más pesado que la gente de mi barrio.
—Pero yo no soy gordo.
—Ya sé, pero es alto, y mi gente es toda como yo.
—¿Tan bajitos?
—Sí, señor, esto es por lo que le decía antes, de la contaminación.
—¿Y de qué viven ustedes?
—Principalmente, del río.
—¿Pero hay peces acá?
—¡Por supuesto! ¿Acaso no le conté de Riachuelito? Se ve que usted no me cree.
—Sí, sí, te creo, es que no conocía todo esto.
—Mire, el río está lleno de peces, de algas, de todo hay. Lo que pasa es que esto no lo puede comer cualquiera. La gente de la Capital, la clase media, no tiene defensas, si prueba algo se muere enseguida, pero nosotros tenemos anticuerpos, así que podemos comer plantas y animales contaminados. A los peces les debe pasar lo mismo, por eso sobreviven.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Ustedes vinieron acá y empezaron a achicarse?
—En realidad, yo nací en esta zona. Los que vinieron fueron nuestros padres, y ellos no eran adultos en esa época, eran chicos, la mayoría huérfanos, o abandonados, que habían jugado en los Torneos Infantiles “Evita”. Cuando vino la Revolución Libertadora, todos los refugiados del peronismo fueron divididos por grupos y por ramas, para que poblaran los barrios secretos. La CGT se encargó de todo. Se lo habían prometido a la señora antes de que se muriera. A los chicos de los Torneos Infantiles les tocó nuestro barrio. Una vez ahí, con el paso de los años, se dieron cuenta que ninguno aumentaba de estatura.
—¿Y los hijos heredaron la misma contextura física?
—Exactamente.
—Una pregunta. A mí me han dicho que los barrios secretos tienen formas de cabezas humanas, igual que Ciudad Evita. ¿El de ustedes también?
—Por supuesto, señor, el nuestro tiene la forma del Coronel Mercante. De ahí su nombre: Barrio Domingo Mercante.
—Ah, lo conozco, fue Gobernador de Buenos Aires durante el gobierno de Perón.
—Sí, es uno de nuestros próceres más importantes. Por eso, cada 20 de febrero tenemos feriado, porque es el aniversario de su muerte.
—Hablando de nombres, todavía no sé el tuyo.
—Gorja Mercante, para servirle.
—Un gusto, Gorja. Mi nombre es Carlos Moreno, pero me dicen Carlitos. ¿Tenés vos algún parentesco con Mercante, el Gobernador?
—No creo, señor. Lo que pasa es que en nuestro barrio todos nos apellidamos igual. Adoptamos el nombre de la localidad, por ser huérfanos.
—Claro, entiendo.
—Dígame, señor Carlitos, ¿de dónde es usted?
—Yo soy de La Sudoeste, que es un barrio que está por atrás del Mercado Central.
—Sí, conozco, ahí vive la Chola, la famosa curandera.
—Así es. Bueno, en realidad hace tiempo que no ando por allá, me gusta más estar en el campito. Cuando necesito algo, voy a Villa Celina, a Bonzi o a Ciudad Evita.
—Mire, si le gusta el campito, tiene que ver nuestros potreros al borde del Riachuelo. ¿Quiere que lo lleve nomás? De paso, lo puedo invitar a mi barrio, así le presento a mis vecinos. Sería usted muy bienvenido.
—Sí, vamos —y empezamos a caminar.
Atravesamos las cañas. Lo hicimos hacia adentro del campo, porque el enano no quería ir por la orilla, decía que le tenía miedo a Riachuelito. A pocos metros, encontramos una especie de camino en el pasto.
—Nos tenemos que meter más en el sudoeste. Allá adelante hay un puentecito que construimos nosotros, hay que cruzarlo. Usted va a tener que pasar con precaución, porque es más pesado que la gente de mi barrio.
—Pero yo no soy gordo.
—Ya sé, pero es alto, y mi gente es toda como yo.
—¿Tan bajitos?
—Sí, señor, esto es por lo que le decía antes, de la contaminación.
—¿Y de qué viven ustedes?
—Principalmente, del río.
—¿Pero hay peces acá?
—¡Por supuesto! ¿Acaso no le conté de Riachuelito? Se ve que usted no me cree.
—Sí, sí, te creo, es que no conocía todo esto.
—Mire, el río está lleno de peces, de algas, de todo hay. Lo que pasa es que esto no lo puede comer cualquiera. La gente de la Capital, la clase media, no tiene defensas, si prueba algo se muere enseguida, pero nosotros tenemos anticuerpos, así que podemos comer plantas y animales contaminados. A los peces les debe pasar lo mismo, por eso sobreviven.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Ustedes vinieron acá y empezaron a achicarse?
—En realidad, yo nací en esta zona. Los que vinieron fueron nuestros padres, y ellos no eran adultos en esa época, eran chicos, la mayoría huérfanos, o abandonados, que habían jugado en los Torneos Infantiles “Evita”. Cuando vino la Revolución Libertadora, todos los refugiados del peronismo fueron divididos por grupos y por ramas, para que poblaran los barrios secretos. La CGT se encargó de todo. Se lo habían prometido a la señora antes de que se muriera. A los chicos de los Torneos Infantiles les tocó nuestro barrio. Una vez ahí, con el paso de los años, se dieron cuenta que ninguno aumentaba de estatura.
—¿Y los hijos heredaron la misma contextura física?
—Exactamente.
—Una pregunta. A mí me han dicho que los barrios secretos tienen formas de cabezas humanas, igual que Ciudad Evita. ¿El de ustedes también?
—Por supuesto, señor, el nuestro tiene la forma del Coronel Mercante. De ahí su nombre: Barrio Domingo Mercante.
—Ah, lo conozco, fue Gobernador de Buenos Aires durante el gobierno de Perón.
—Sí, es uno de nuestros próceres más importantes. Por eso, cada 20 de febrero tenemos feriado, porque es el aniversario de su muerte.
—Hablando de nombres, todavía no sé el tuyo.
—Gorja Mercante, para servirle.
—Un gusto, Gorja. Mi nombre es Carlos Moreno, pero me dicen Carlitos. ¿Tenés vos algún parentesco con Mercante, el Gobernador?
—No creo, señor. Lo que pasa es que en nuestro barrio todos nos apellidamos igual. Adoptamos el nombre de la localidad, por ser huérfanos.
—Claro, entiendo.
—Dígame, señor Carlitos, ¿de dónde es usted?
—Yo soy de La Sudoeste, que es un barrio que está por atrás del Mercado Central.
—Sí, conozco, ahí vive la Chola, la famosa curandera.
—Así es. Bueno, en realidad hace tiempo que no ando por allá, me gusta más estar en el campito. Cuando necesito algo, voy a Villa Celina, a Bonzi o a Ciudad Evita.
—Mire, si le gusta el campito, tiene que ver nuestros potreros al borde del Riachuelo. ¿Quiere que lo lleve nomás? De paso, lo puedo invitar a mi barrio, así le presento a mis vecinos. Sería usted muy bienvenido.
—Sí, vamos —y empezamos a caminar.
Atravesamos las cañas. Lo hicimos hacia adentro del campo, porque el enano no quería ir por la orilla, decía que le tenía miedo a Riachuelito. A pocos metros, encontramos una especie de camino en el pasto.
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La versión completa, acá.
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