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A la mañana siguiente, Leguizamón no estaba. Lo busqué durante todo el día, pregunté a algunos soldados si lo habían visto, pero nadie sabía nada, se lo había tragado la tierra.
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A la mañana siguiente, Leguizamón no estaba. Lo busqué durante todo el día, pregunté a algunos soldados si lo habían visto, pero nadie sabía nada, se lo había tragado la tierra.
—¿Alguien vio a Fabio Leguizamón? ¿Saben dónde está?.
Pasaron días, pasaron semanas, pasaron meses sin saber nada de su suerte, pasó Salta, Vilcapujio y Ayohuma, siempre peleando, acá y allá, desparramados como hormiguero pateado. Traté de buscar motivos que expliquen su ausencia, razones que lo favorecieran, pero fui llegando a una triste conclusión: ese hombre heroico que había salvado a Belgrano, que me había rescatado en el Pasaje, ese criollo condecorado ahora mostraba la hilacha más fiera: se había convertido en un desertor.
Estaba triste, pero seguía metido en la rutina de la campaña, sangre y transpiración, hombres y caballos, espadas y fusiles, cuando una noche que parecía cualquiera, la más inesperada, Fabio volvió. Apareció de la nada como de costumbre. Venía manso como un trébol de olor. Llevaba puesto el uniforme de siempre, el escudo cosido en el saco y el sable apenas asomando de la vaina.
Al principio me quedé duro. Él me saludó primero.
—¿Cómo anda Mariano?
—¡Resucitado!, ¿se puede saber dónde carajo se había metido?
—Acá, allá...
En ese momento, mientras nos mirábamos fijo, un coracero se acercó hasta nosotros y dirigiéndose a su abuelo le dijo:
—Muchas gracias señor por salvarme la vida.
Leguizamón asintió con la cabeza. En cuanto a mí, debe imaginarse, el asunto me llamó bastante la atención. Pregunté cómo había sido, pero ellos, guardando silencio, me dieron a entender una especie de intimidad. Lo acepté enseguida, porque ya había pasado por eso y sabía muy bien de las sensaciones que a uno le agarra, la cosa espiritual por decirlo más claramente, con alguien que te ha salvado la vida. No se lo puedo explicar bien, hay cosas que son muy difíciles para las palabras.
Nos sentamos cerca del fogón, igual que la última vez que estuvimos juntos. Charlamos y cambiamos opiniones sobre la guerra. Me sorprendió que no supiera la nueva noticia que estaba en boca de todos. Me refiero al reemplazo del señor brigadier general por un tal coronel San Martín que llegaba con un cuerpo de granaderos.
La noche se cerraba sobre nosotros, pero el fuego cortaba en dos la oscuridad.
En el medio de la charla, nuevamente, sucedió algo insólito: un soldado al que yo conocía bien, su nombre era Ramírez, se acercó hasta nosotros, y tomando las manos del señor Leguizamón le dijo, con voz emocionada:
—Muchas gracias, jamás lo olvidaré.
Me quedé paralizado.
—Gracias —la seguía Ramírez.
—¿A qué se refiere? —le pregunté a este último.
—El señor Leguizamón, que Dios lo tenga en cuenta, salvó mi vida en Ayohuma, cuando yo y otros tres dragones quedamos atrapados en medio de los infantes enemigos.
Enseguida Ramírez se retiró respetuosamente, pero repitiendo sin cesar:
—Gracias, muchas gracias.
Estaba confundido. Ahora todo me llenaba de desconfianza.
La noche venía cada vez más y yo me estaba quedando dormido, así que lo saludé y me acosté a pocos metros de él, que se quedaría un rato más cerca del fogón. Me acuerdo de su estampa, iluminada por partecitas según los lengüetazos que el fuego iba tirando y cortada por mis ojos que se abrían y cerraban a la par del sueño pesado que me había agarrado y que me tumbaba, despacio. Lo último que me llegó de esa noche fueron las voces interminables que, una a una, desfilaban cerca de mí, repitiendo:
—Gracias, gracias.
Después de unas horas se hizo de día y me desperté. Había pasado algo curioso. A mi alrededor había cientos y cientos de langostas muertas. Me dijeron que a la noche pasó una plaga, que si me había enterado.
—No, no me enteré, estaba completamente dormido.
—Sí, pasó a mitad de la noche. Qué raro que no se despertó porque hubo un revuelo bárbaro, los caballos se espantaron...
Me acordé de Leguizamón. ¿Adónde estaba? ¿Se había ido otra vez? Buscarlo era inútil..."
Los truenos que llegaban desde afuera tapaban la voz de Corvalán. El interior de la casa Basterreix estaba prácticamente a oscuras. Quedamos en silencio, si se puede llamar silencio a un día tan tormentoso.
Alguien me vino a buscar: la diligencia estaba preparada para partir.
Me despedí de Corvalán con un fuerte apretón de manos. La sensación que predominaba en mí era el agradecimiento.
Nunca más volví a verlo o a saber noticia de él.
Cuando llegué a Buenos Aires, empecé a investigar. Pregunté a mis familiares y obtuve permisos para consultar documentos.
"A los primeros estampidos el caballo de Belgrano, "un rosillo muy manso", se encabritó, y como el general no era buen jinete cayó por tierra. Fue tenido por signo de mal agüero, y bajo esta impresión se inició la lucha."
"A mitad de la batalla ocurrió de pronto algo que nunca habían visto los soldados enemigos del Alto Perú, y que, por lo mismo, contribuyó a desbandarlos y a llevarles el pánico. Fue un gran ventarrón, que llegó desatado y furioso del sur. El ruido horrísono que hacía el viento en los bosques de la sierra y en los montes y árboles inmediatos, la densa nube de polvo y una manga de langostas, que arrastraba, cubriendo el cielo y oscureciendo el día, daban a la escena un aspecto terrorífico".
"V. F. López llama peyorativamente a Tucumán "la más criolla de cuantas batallas se han dado en territorio argentino". Es exactísimo: faltó prudencia, previsión, disciplina, orden y no se supieron aprovechar las ventajas; pero en cambio hubo coraje, arrogancia, viveza, generosidad... y se ganó."
"Fabio Leguizamón murió en la batalla de Tucumán el 24 de septiembre de 1812. Recibió una condecoración, que fue sepultada junto a su cuerpo: un escudo de paño bordado con letras de oro."
1 comentario:
buenísimo el cuento, rex! borgeano lo suyo.
saludos
m
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