martes, enero 24, 2006

Chilavert

4 de febrero
Abarra Chilavert y es él mismo, a cara de perro ennaftado, no una bala, no una ráfaga incendiaria o de plomo, sino propia-
mente un cascote arrancado de la calle.
El proyectil más sencillo de la artillería, de tosca, de carbón, de asfalto, golpea en vano al blindado, que ya atravesó el potrero, que ya superó la barricada de neumáticos y que ahora avanza a la bartola sobre las casillas.
El primer objetivo es la casa de Chilavert. A cobrar los giles, todos atrás del basural, carroñeros de mierda, que el rancho se parte (definitivamente).
El mundo explota en mil pedazos. Las esquirlas, antes domésticas, ahora poéticas, se desgranan en el aire.
Ollas, ladrillos huecos, chapas, sillas, ropa, platos, parecen brillitos flotantes de la siesta, detenidos allí, a media altura, para la contemplación de la gente reunida.
Chilavert se resiste y tira más piedrazos a diestra y siniestra, pero finalmente lo capturan.
Lo llevan aparte y le dicen que se ponga de espaldas.
—No, señores, si me la dan que me la den de frente, acá, en el medio del pecho.
—De espaldas, perro, date vuelta.
—No, señores, de espaldas van los traidores, yo no.
Luchan y a Chilavert le destrozan el cráneo.
Chilavert en el piso, casi sin fuerzas, hace ademanes señalándose el pecho.
Le dan un tiro de gracia.
Las ollas, la ropa, los platos reflejan la luz de la siesta y Chilavert, atigrado de brillitos, agoniza en el barro. Mira las golondrinas que vuelan al norte y las ve violetas. La sombra de un árbol le aplasta las piernas. Cerca escucha el crujir de las piedras de tosca, de carbón, de asfalto, expuestas al calor del verano y le parece que la muerte es algo imposible, una especie de cuento. Horizontal sobre la gran esfera, Chilavert recuerda el nombre de sus compañeros y piensa, afiebrado, que sus caras desfilan entre las luces. Habla con ellos y les cuenta cosas. Pero sólo le devuelven silencio y ahora su charla es un monólogo lento. De pronto, el cielo se torna gris, gris oscuro y después negro y en el horizonte los pájaros desaparecen y los brillitos se apagan.
Lo rodean. El rigor mortis es tan fuerte que no le pueden despegar la mano del pecho.
Después de tres días lo entregan a la familia. Ahora el cuerpo de Chilavert está blando y en descomposición.

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