Esta historia empieza cortada por una tijera, de derecha a izquierda, en línea paralela a las cejas y rayando la mitad de la frente, hoy a la tarde temprano frente al espejo de mi baño. Adentro, la garúa color castaño claro caía despacio sobre el lavatorio; afuera, el cielo stone de mi país llovía más rápido, como en un reflejo acelerado, mechones sobrantes.
Cuando salí del baño, caminé el pasillo cadereando a la par de mi aleteo de pollo y enseguida conseguí pareja de baile, un cuadrúpedo parado en dos patas que mordía las mangas, bestia peluda y cachetona con patitas de frutigram. Al llegar al living, levantamos el volumen. El rock and roll saca lo mejor de nosotros.
Después de un rato, me despedí de Ayax y salí a la calle para hacer unos trámites, el primero en Cablevisión, porque este mes no me llegaron las boletas de cable y de fibertel, que, como muchos sabrán, salen uno ojo de la cara y más de veinte anillos de las cajas.
Cuando entré a las oficinas, me puse en la cola. Había poca gente. En la pared, varios televisores, empotrados uno al lado de otro, pasaban películas y dibujitos animados.
Me estaba enganchando con un western del año del pedo, cuando una chica se acercó a peguntarme qué necesitaba. Le conté que no había recibido las facturas del mes y estaba por decirle algo más pero me interrumpió.
—Vení por acá.
Me llevó hasta una mesa, donde atendía un flaco de unos treinta y pico de años con una cara de larva que me llamó mucho la atención. La chica le explicó mi asunto y le pidió que me atendiera. Tomé asiento.
Nos caímos bien enseguida.
—Qué hacés loco.
—Qué hacés.
Usaba flequillo igual que yo; además, llevaba puesto un arito y un collar de semillas o algo así.
Me pidió la dirección y el nombre y apellido y todo lo ingresó en la computadora. Después me preguntó:
—¿Vos tenés una promo?
—Ehhh –dudé-, no, creo que no. Me dieron una hace tiempo porque no tenía guita pero me parece que ya no corre más.
—Sí, caducó —dijo con tono muy capo, y yo me quedé pensando que estaba buena esa palabra (“caducó”) y que la iba a usar en algún momento.
Guardó un rato de silencio, colgado con la pantalla como si lo hubieran hipnotizado. Yo me quedé en el molde y esperé, paciente. De pronto, el flaco me miró fijo a los ojos y me dijo:
—¿Querés pagar menos?
Tardé un rato por la sorpresa, aunque no mucho, hasta que reaccioné.
—Y… sí.
No se hable más –alguien habrá pensado-, porque de nuevo volvimos al silencio. El flaco se puso a teclear. Yo lo espiaba y descubrí que me estaba dando fibertel de baja. No dije nada. Al toque agarró el teléfono, marcó un par de números y habló con alguien.
—Che, te pido pemiso para dar una promo dos cuarenta –o algo por el estilo.
Le dijeron algo y él explicó:
—Lo mismo de siempre. El cliente pide la baja por razones económicas.
Le dijeron algo y él contestó:
—Joya.
Me miró otra vez, esta vez sonriendo, y me contó que a partir de septiembre pagaría la mitad, ¡durante un año!
—Qué grande loco, mil gracias, ¡me viene re bien! ¿Cómo te llamás?
—Mariano.
—Yo soy Juan, un gusto —y nos dimos la mano.
—Ahora –me indicó- andá con este número de código al rapipago de acá a la vuelta, donde hay una lotería, y pagá lo de este mes que a partir del próximo ya corre con descuento.
—Gracias –le repetí varias veces-, qué buena onda, te voy a traer un anillo de regalo. Yo vendo anillos –le expliqué-; son casi todos de minas, pero se lo podés regalar a alguien.
—Mató –dijo, y se puso a laburar en la computadora.
Yo salí otra vez a la calle y caminé rápido, con una sonrisa de oreja a oreja. Las viejas estaban en las cuevas, los pajaritos cantaban, las viejas se levantaban, que sí, que no, que cayera un chaparrón, abajo del colchón.
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Cuando salí del baño, caminé el pasillo cadereando a la par de mi aleteo de pollo y enseguida conseguí pareja de baile, un cuadrúpedo parado en dos patas que mordía las mangas, bestia peluda y cachetona con patitas de frutigram. Al llegar al living, levantamos el volumen. El rock and roll saca lo mejor de nosotros.
Después de un rato, me despedí de Ayax y salí a la calle para hacer unos trámites, el primero en Cablevisión, porque este mes no me llegaron las boletas de cable y de fibertel, que, como muchos sabrán, salen uno ojo de la cara y más de veinte anillos de las cajas.
Cuando entré a las oficinas, me puse en la cola. Había poca gente. En la pared, varios televisores, empotrados uno al lado de otro, pasaban películas y dibujitos animados.
Me estaba enganchando con un western del año del pedo, cuando una chica se acercó a peguntarme qué necesitaba. Le conté que no había recibido las facturas del mes y estaba por decirle algo más pero me interrumpió.
—Vení por acá.
Me llevó hasta una mesa, donde atendía un flaco de unos treinta y pico de años con una cara de larva que me llamó mucho la atención. La chica le explicó mi asunto y le pidió que me atendiera. Tomé asiento.
Nos caímos bien enseguida.
—Qué hacés loco.
—Qué hacés.
Usaba flequillo igual que yo; además, llevaba puesto un arito y un collar de semillas o algo así.
Me pidió la dirección y el nombre y apellido y todo lo ingresó en la computadora. Después me preguntó:
—¿Vos tenés una promo?
—Ehhh –dudé-, no, creo que no. Me dieron una hace tiempo porque no tenía guita pero me parece que ya no corre más.
—Sí, caducó —dijo con tono muy capo, y yo me quedé pensando que estaba buena esa palabra (“caducó”) y que la iba a usar en algún momento.
Guardó un rato de silencio, colgado con la pantalla como si lo hubieran hipnotizado. Yo me quedé en el molde y esperé, paciente. De pronto, el flaco me miró fijo a los ojos y me dijo:
—¿Querés pagar menos?
Tardé un rato por la sorpresa, aunque no mucho, hasta que reaccioné.
—Y… sí.
No se hable más –alguien habrá pensado-, porque de nuevo volvimos al silencio. El flaco se puso a teclear. Yo lo espiaba y descubrí que me estaba dando fibertel de baja. No dije nada. Al toque agarró el teléfono, marcó un par de números y habló con alguien.
—Che, te pido pemiso para dar una promo dos cuarenta –o algo por el estilo.
Le dijeron algo y él explicó:
—Lo mismo de siempre. El cliente pide la baja por razones económicas.
Le dijeron algo y él contestó:
—Joya.
Me miró otra vez, esta vez sonriendo, y me contó que a partir de septiembre pagaría la mitad, ¡durante un año!
—Qué grande loco, mil gracias, ¡me viene re bien! ¿Cómo te llamás?
—Mariano.
—Yo soy Juan, un gusto —y nos dimos la mano.
—Ahora –me indicó- andá con este número de código al rapipago de acá a la vuelta, donde hay una lotería, y pagá lo de este mes que a partir del próximo ya corre con descuento.
—Gracias –le repetí varias veces-, qué buena onda, te voy a traer un anillo de regalo. Yo vendo anillos –le expliqué-; son casi todos de minas, pero se lo podés regalar a alguien.
—Mató –dijo, y se puso a laburar en la computadora.
Yo salí otra vez a la calle y caminé rápido, con una sonrisa de oreja a oreja. Las viejas estaban en las cuevas, los pajaritos cantaban, las viejas se levantaban, que sí, que no, que cayera un chaparrón, abajo del colchón.
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10 comentarios:
zarpado! es lo más cuando surgen esas charlas en esos espacio donde todo parecería ser impersonal.
Masa Juancito!
gracias amigos, vieron qué suerte-
Qué bueno cuando eso pasa.
sí, ezequiel, ni hablar, lástima que no pasa tan seguido.
abrazo
estampitas del ángel rolinga ya!
saludos
Qué lindo trabajo tenés, qué interesante: La venta de objetos maravillosos!!! Me parece que quiero un anillo de esos.
Besos
cuando quieras ramonita. mandame un mail y arreglamos. besos
Dios quiera que hayas entregado el anillo prometido
sí, se eligió uno verde para la novia.
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