“El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos”.
W. S.
W. S.
Nos conocimos una tarde del primer cuatrimestre de 1994, en la escalera de la Facultad de Ciencias Sociales. Yo subía y ella bajaba.
Nos veníamos relojeando. Cuando tocamos el mismo escalón, frenamos los dos, y nos miramos. Detrás nuestro, las respectivas hileras de hormiguitas también se detuvieron.
Era una rollinga hermosa. Los ojos, verdes, enormes, veían de una manera tan profunda que era difícil sostenerle la mirada; la nariz, chiquita y para arriba, me daba gracia; la boca era grande y estaba hecha para comerla a besos. En la mejilla tenía un lunar. A los costados le caía el pelo lacio, muy largo. Usaba flequillo recto. En el cuello, llevaba atado un pañuelito, igual que yo.
Nos miramos fijo durante un rato, hasta que, de golpe, ella hizo una cara payasesca, y me sacó la lengua. Entonces, empezó a bajar despacio.
Las hormiguitas que la esperaban, se pusieron otra vez en movimiento; las mías no, porque me había quedado paralizado, como Atlas al ver la cabeza de Medusa.
Toda mi vida fui chamuyero y casi no tengo vergüenza de nada, pero esa vez supe que debía quedarme callado, que no tenía que arruinar una situación tan perfecta, así que me limité a verla bajar. Movía el culo provocativamente, en su oxford apretado. Cuando llegó al descanso, la guacha, que sabía que yo la seguía mirando, se dio vuelta, histérica, y me saludó. En una especie de acto-reflejo, le devolví el saludo, moviendo el brazo robóticamente.
No sé bien cómo llegué al teórico de Historia 1, ni qué otras cosas pasaron aquel día. En realidad, si lo pienso no sé nada, porque la razón y la memoria se me ahogan abajo del agua, todavía hoy, de aquellos ojos que me enamoraron a primera vista, en la escalera de la facultad.
Nos veníamos relojeando. Cuando tocamos el mismo escalón, frenamos los dos, y nos miramos. Detrás nuestro, las respectivas hileras de hormiguitas también se detuvieron.
Era una rollinga hermosa. Los ojos, verdes, enormes, veían de una manera tan profunda que era difícil sostenerle la mirada; la nariz, chiquita y para arriba, me daba gracia; la boca era grande y estaba hecha para comerla a besos. En la mejilla tenía un lunar. A los costados le caía el pelo lacio, muy largo. Usaba flequillo recto. En el cuello, llevaba atado un pañuelito, igual que yo.
Nos miramos fijo durante un rato, hasta que, de golpe, ella hizo una cara payasesca, y me sacó la lengua. Entonces, empezó a bajar despacio.
Las hormiguitas que la esperaban, se pusieron otra vez en movimiento; las mías no, porque me había quedado paralizado, como Atlas al ver la cabeza de Medusa.
Toda mi vida fui chamuyero y casi no tengo vergüenza de nada, pero esa vez supe que debía quedarme callado, que no tenía que arruinar una situación tan perfecta, así que me limité a verla bajar. Movía el culo provocativamente, en su oxford apretado. Cuando llegó al descanso, la guacha, que sabía que yo la seguía mirando, se dio vuelta, histérica, y me saludó. En una especie de acto-reflejo, le devolví el saludo, moviendo el brazo robóticamente.
No sé bien cómo llegué al teórico de Historia 1, ni qué otras cosas pasaron aquel día. En realidad, si lo pienso no sé nada, porque la razón y la memoria se me ahogan abajo del agua, todavía hoy, de aquellos ojos que me enamoraron a primera vista, en la escalera de la facultad.
Continuará...
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