Después de veintiséis años de vivir en la misma casa de la calle Ugarte, en el corazón de Villa Celina, donde aún vive mi familia, decidí abandonar el barrio para irme a vivir con Ana a Haedo, en el partido de Morón. Fue difícil el desarraigo; los primeros meses iba de visita casi todos los días: me tomaba el trencito de trocha angosta que une Haedo con Temperley y me bajaba en un paraje marginal, debajo de un cruce de puentes, pertenecientes uno a la autopista Richieri, el otro al ferrocarril que viene de Madero y va para Laferrere. El lugar todavía existe y conserva su viejo cartel, que reza: "Estación Agustín de Elía". Pero más que estación, literalmente se trata de un pozo repleto de basura, con un par de andenes interrumpiendo el largo potrero y su caminito, transitado diariamente por changarines y personajes de las pinturas de Berni.
Había pasado toda la tarde en la casa de mis viejos jugando al TEG con mis hermanas y unos amigos, tomando mate y escuchando música. Como siempre, el juego duró más de la cuenta y terminó por hacerse de noche. Cuando me fui, me pidieron encarecidamente que no tomara la ruta habitual por Agustín de Elía, porque "eso" era una boca de lobo, que, aunque tardara más, me fuera a Liniers y allí me tomara el Sarmiento. Pero no les hice caso y ahora estaba arrepentido y apenas acompañado por tres o cuatro tipos, esperando un tren que no venía más, cagado de frío en la hondonada atrás del Mercado Central. Corría junio de 1997.
En el fondo de la perspectiva empezó a crecer la luz amarilla de la locomotora, pero lamentablemente no de la dirección que hubiera deseado. El tren que iba para Temperley se detuvo unos pocos segundos y rápidamente siguió su camino. De la puerta que quedó frente a mí, bajaron sólo dos personas. A ambos los conocía, eran los hermanos Salomón, Néstor y Petete, que vivían en Giribone, a la vuelta de nuestra casa.
—¿Qué hacés Juan por acá solo a esta hora?
Les dije que iba para Haedo; ellos no sabían que me había mudado.
—¿Y ustedes de dónde vienen?
Volvían de la casa de una tía que vive en La tablada y estaban apurados porque Pablo, otro de sus hermanos, los había llamado por teléfono media hora antes y les había contado que en el fondo de Celina había un revuelo bárbaro, que habían visto al hombre gato por Urquiza y Achiras, que desde las 6 de la tarde estaban todos en la calle y que habían llamado a los canales de televisión.
Les dije que recién venía del barrio y que no estaba enterado. Lo que pasa es que Urquiza quedaba a unas quince cuadras de la casa de mi familia, y además no había salido en toda la tarde. Enseguida nos acordamos de aquella vez cuando éramos chicos, la noche en que el hombre gato anduvo por Giribone, pero brevemente, porque ellos se querían ir a ver qué pasaba, así que se despidieron y con prisa subieron la escalerita del puente de la Richieri.
Yo me quedé solo nuevamente, pensando en aquella noche, tan invernal como ésta, pero de los primeros años de la década del 80, cuando el hombre gato vino a rondar y saltar techos en las cuadras cercanas a mi casa.
Me acuerdo que había un poco de niebla. Estaba jugando en Giribone y a eso de las nueve mi mamá me llamó desde la puerta, porque era la hora de entrar. Mi rutina infantil se cumplía religiosamente. Resignado, tuve que abandonar la pista que habíamos dibujado sobre la calle con pedazos de ladrillos. Aunque insistí por "un ratito más", mi madre se mantenía inflexible: ¡adentro!. Entré con la cabeza gacha y el autito relleno de masilla en la mano, mientras escuchaba las cargadas de mis amigos.
Apenas un rato después, mientras estábamos comiendo, se empezaron a escuchar gritos desesperados, que llegaban de la calle. Salió solamente mi papá; a mis hermanas y a mí no nos dejaron. Pero yo me escurrí a la terraza y me escondí sobre el techito del porche, para ver qué pasaba.
Resulta que el cabezón Adrián Navarro, uno de mis mejores amigos, estaba parado en la esquina de Giribone y San Pedrito, cuando repentinamente salió espantado, corriendo hacia su casa. Dijo haber visto a un hombre muy alto, todo vestido de negro, saltando por los techos de la casa de Gaby. Dijo que tenía ojos rojos. Ojos rojos.
Empezó a salir todo el mundo a la calle, la mayoría armados con revólveres y hasta alguna escopeta. Pronto llegó la policía: hombres apenas uniformados que seguramente venían del destacamento de la bajada, ya que eran conocidos por la gente, que, a esta altura de los acontecimientos, había copado las cuatro esquinas de Ugarte y Giribone.
En un extraño clima de fiesta empezó la cacería. Hace tiempo que se venía hablando del hombre gato. Se especulaba acerca de su origen y sus actividades. Se decía que venía de Brasil, que era de la secta Moon, que era capaz de dar saltos de cuatro metros, que sus ojos te paralizaban. La gente le tenía miedo, lo consideraba malvado. Para mí, en cambio, se había convertido en una especie de superhéroe, y deseaba que no lo atraparan.
Alguien dijo que lo vio saltar la pared del terreno de Monti. Hacia allí se dirigió la turba. Vecinos y policías se agolparon frente al portón de chapa; Monti, en pijama, abrió el candado y dio vía libre. Mi amigo Martín Perdíz, nieto de Monti, me saludaba desde lejos. Todos parecían contentos. Entraron algunos y empezaron a oírse disparos. Hubo corridas y algunos gritos. Durante aproximadamente dos horas indagaron en el terreno y los galpones, hasta que, finalmente, decidieron que no había nadie. Sin embargo, esto lo supe al día siguiente, el visitante había dejado huellas, que confirmaban una vez más su existencia. La gente se replegó, la policía se fue, todo volvía a la normalidad.
Pasó gran parte de la noche y no podía dormirme. De repente, a eso de las cuatro de la mañana, se escuchó un disparo, después otro, después varios más, y empezaron nuevamente los gritos y la gente en la calle. Otra vez lo habían visto saltar el paredón de Monti. Parece que ahí estaba la cosa nomás. Esta vez llegaron muchos más policías, y mejor equipados, y hasta un camión de bomberos y dos ambulancias. Era una noche de locos.
Entraron al terreno, que ocupaba media manzana y tenía en su interior dos galpones de un taller de matricería y un parque con varios árboles, entre ellos nísperos, moras y quinotos, de los que me alimenté en más de una ocasión. Por segunda vez en la misma noche abrieron el gran portón de chapa; en esta oportunidad sólo entró la policía. Los tiros fueron muchos, y hasta lanzaron una bomba de gas lacrimógeno, que, al día siguiente, encontré partida en dos en el parque. Después de una o dos horas de infructuosa persecución, cuando empezaba a clarear, dieron por finalizada la búsqueda y todos se fueron. Tiempo después me enteré que el Sargento Ramos lo vio saltar por el paredón de atrás hacia la casa de Claudio, y que desde allí saltó otra vez a la calle para escapar corriendo por los potreros que estaban más allá de San Pedrito.
Al otro día, Martín me invitó a su casa y juntos recorrimos, solos, todo el lugar. Vi los agujeros producidos por los tiros en las paredes de chapa de los galpones internos, los casquillos tirados por todas partes y, sobre todo, las marcas profundas sobre los troncos de los árboles. Eran arañazos, me explicó Martín. Esto me produjo una gran impresión, durante muchos años. Mi amigo me regaló la bomba partida de gas lacrimógeno. En mi casa la uní con cinta de embalar y la guardé en el cuartito donde está la heladera. Allí permaneció bastante tiempo. A veces se la mostraba a algún amigo o pariente que venía a visitarme. En algún momento se debe haber perdido, porque a partir de los veintipico de años no la encontré más, aunque varias veces la busqué, revolviendo las herramientas de mi viejo o las repisas que están al lado de la heladera.
Aunque parecía que nunca iba a poder irme de la estación Agustín de Elía, al fin el tren mostró su trompa por la curva atrás del Mercado. Venía bastante vacío, así que viajé sentado, mientras pensaba en aquella noche de mi infancia.
Aunque parecía que nunca iba a poder irme de la estación Agustín de Elía, al fin el tren mostró su trompa por la curva atrás del Mercado. Venía bastante vacío, así que viajé sentado, mientras pensaba en aquella noche de mi infancia.
Llegué a la estación de Haedo en menos de veinte minutos. Esperé un rato el 182 y luego decidí irme, porque ya estaba podrido de esperas, así que caminé las doce cuadras con ritmo ligero, hasta que finalmente llegué al largo pasillo de la calle Lainez. Apenas entré a mi casa, me dirigí al living y prendí la televisión.
Con música rimbobante, Crónica titulaba sobre el fondo rojo de la pantalla:
Villa Celina: El hombre gato resiste en la copa de un árbol
Transmitían en vivo. La cámara enfocaba las altas ramas de un viejo eucaliptus, mientras el periodista aseguraba que allí se encontraba el hombre gato. Una muchedumbre bastante exaltada lo rodeaba. Pude reconocer a unos cuantos amigos y conocidos. Estaban los seminaristas de la capilla de Urquiza, el gordo Gabriel y los muchachos de la Municipalidad, mis amigos de Perseverancia y el Sagrado, los pibes de Viejo Smocking, y muchos más. Uno a uno iban desfilando ante la cámara, todos. Y yo de este lado, tan lejos.
De pronto, los chicos empezaron a tirarle cascotazos al árbol. La gente se puso eufórica y empezó a gritar y a empujarse. Era un descontrol; la cámara iba a sucumbir en cualquier momento. Casi todo Celina estaba ahí, o estaba llegando.
El cronista insistía: "El hombre gato resiste, el hombre gato resiste".
Más forcejeo, más gritos.
Finalmente, la cámara cedió y fue a parar al piso. La última imagen que transmitieron fue un poco de pasto. Tres, cuatro segundos de pasto. Después, todo se puso negro y desde los estudios de Crónica decidieron pasar a otra noticia.
Esperé un buen rato que volviera la transmisión desde Villa Celina, pero nada.
Estaba cansado. La noche se cerraba y finalmente decidí acostarme, pero, una vez más, no podía dormir. La voz del periodista me repiqueteaba en la cabeza:
"El hombre gato resiste, el hombre gato resiste."
Igualmente logré dormir, aunque tarde.
Muchos lo vieron, en diferentes barrios, Villa Celina fue uno de ellos, pero jamás lo atraparon, lo que deja abierta la posibilidad de que cualquier día de estos aparezca nuevamente saltando por los techos del Conurbano Bonaerense. Parece que se trata de algo periódico. Me pregunto, si vuelve, ¿será el mismo, quizás viejo, menos atlético? ¿O vendrá un reemplazante, un aprendiz, un discípulo?. Quién sabe.
Muchos lo vieron, en diferentes barrios, Villa Celina fue uno de ellos, pero jamás lo atraparon, lo que deja abierta la posibilidad de que cualquier día de estos aparezca nuevamente saltando por los techos del Conurbano Bonaerense. Parece que se trata de algo periódico. Me pregunto, si vuelve, ¿será el mismo, quizás viejo, menos atlético? ¿O vendrá un reemplazante, un aprendiz, un discípulo?. Quién sabe.
4 comentarios:
Y quién es el autor de tamaño dislate?
Un tipo llega tarde al laburo y dice:
-Tuve que ir a la comisaría.
-¿?
-La inseguridad es terrible, anoche llegué a casa y vi salir a un tipo en bolas saltando los techos desde mi casa, escapando por lo de un vecino...
-¿?
-Vengo de hacer la denuncia, la inseguridad es terrible...
-el autor de tamaño dislate soy yo.
-Muy buena esa, Omar. Saludos
tremendo el hombre gato, rex! celina tiene su propia mitología
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