Era un lugar que quedaba lejos de todas partes. La entrada, casi al ras del piso, fue construida por miles de soldados, entre mi cama y las camas de mis hermanas. Para abrir la puerta había que llorar o reír, sino no valía. Esa era nuestra contraseña sagrada de Alí Babá.
Un sábado a la tarde llovía coronitas en el patio. El salpicar era más fuerte que todos los sonidos del mundo. Una por una, desaparecían las canciones de los pajaritos que vivían en el pino de la flaca, las voces de la radio en la cocina y las explosiones de las chapas que se estrellaban en la calle, voladas por el viento.
María Cecilia tenía miedo por la tormenta y sin querer abrió la puerta de la cueva de ropa. Como estábamos aburridos, nos metimos los tres. Para no perdernos, enroscamos una sábana y la usamos como soga. Cada uno tenía que agarrarla fuerte con la mano derecha.
El túnel iba para abajo. En su oscuridad flotaban estrellas infinitesimales. Eran átomos y células -les expliqué a mis hermanas. El suelo también brillaba, porque estaba hecho de pepitas de oro.
Tiempo después, leí Viaje al centro de la Tierra, y supe que todo lo que contaba Axel Lidenbrok era verdad, porque la cueva de ropa también pasaba por bosques de hongos gigantes, también era habitada por dinosaurios, también terminaba en el mar.
Hace dos o tres días, acá se largó la lluvia. Era de noche. Yo estaba solo en mi departamento del futuro, con la pierna en alto, y pensé en salir al balcón. Atravesé despacio el living, rengueando. Afuera, el viento soplaba fuerte igual que en la Provincia; la zanja, crecida, arrastraba hojas de paraísos y estrellas federales; el farol de la esquina no funcionaba.
Esa lluvia y esa noche hacían una buena pareja. Si se besaban, algunas cosas cambiaban de estado, o directamente se derretían.
El tiempo, por ejemplo, era blando, y me curó la pierna de repente; el aire, en cambio, era duro, y su negrura solidificó en forma de cueva.
Para abrir la puerta, primero probé llorando, pero tanta agua lavaba las lágrimas, así que no fue suficiente; después probé riendo, pero la risa era falsa, y la puerta no me creyó.
Decepcionado, entré de nuevo al living y cerré la ventana del balcón. Fui a la cocina, tomé agua y apagué la luz. Después, fui al baño, me lavé las manos, la cara y los dientes, y apagué la luz. Por último, entré a la pieza, me acosté, pensé en algo que prometí no contar, y apagué la luz.
Un sábado a la tarde llovía coronitas en el patio. El salpicar era más fuerte que todos los sonidos del mundo. Una por una, desaparecían las canciones de los pajaritos que vivían en el pino de la flaca, las voces de la radio en la cocina y las explosiones de las chapas que se estrellaban en la calle, voladas por el viento.
María Cecilia tenía miedo por la tormenta y sin querer abrió la puerta de la cueva de ropa. Como estábamos aburridos, nos metimos los tres. Para no perdernos, enroscamos una sábana y la usamos como soga. Cada uno tenía que agarrarla fuerte con la mano derecha.
El túnel iba para abajo. En su oscuridad flotaban estrellas infinitesimales. Eran átomos y células -les expliqué a mis hermanas. El suelo también brillaba, porque estaba hecho de pepitas de oro.
Tiempo después, leí Viaje al centro de la Tierra, y supe que todo lo que contaba Axel Lidenbrok era verdad, porque la cueva de ropa también pasaba por bosques de hongos gigantes, también era habitada por dinosaurios, también terminaba en el mar.
Hace dos o tres días, acá se largó la lluvia. Era de noche. Yo estaba solo en mi departamento del futuro, con la pierna en alto, y pensé en salir al balcón. Atravesé despacio el living, rengueando. Afuera, el viento soplaba fuerte igual que en la Provincia; la zanja, crecida, arrastraba hojas de paraísos y estrellas federales; el farol de la esquina no funcionaba.
Esa lluvia y esa noche hacían una buena pareja. Si se besaban, algunas cosas cambiaban de estado, o directamente se derretían.
El tiempo, por ejemplo, era blando, y me curó la pierna de repente; el aire, en cambio, era duro, y su negrura solidificó en forma de cueva.
Para abrir la puerta, primero probé llorando, pero tanta agua lavaba las lágrimas, así que no fue suficiente; después probé riendo, pero la risa era falsa, y la puerta no me creyó.
Decepcionado, entré de nuevo al living y cerré la ventana del balcón. Fui a la cocina, tomé agua y apagué la luz. Después, fui al baño, me lavé las manos, la cara y los dientes, y apagué la luz. Por último, entré a la pieza, me acosté, pensé en algo que prometí no contar, y apagué la luz.
3 comentarios:
buen remate, don juan!
Excelente!
gracias muchachas!
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