Vuelvo de vender objetos maravillosos en Palermo. Se levanta un viento fresco. Es de noche. Estoy en la parada del colectivo apenas acompañado por dos o tres personas más.
Esta semana vendieron la casa de Villa Celina, que construyeron mis abuelos, que siempre perteneció a mi familia, donde yo viví veintisiete años. ¿Cuándo será la última vez que esté allí? ¿O ya habrá pasado ese día?
¿Allá viene el colectivo? No, no viene. Es otro, uno verde, que pasa rápido como una noticia. Nadie lo está esperando.
La cabeza es un televisor que mira un chico. Ve dibujitos animados en blanco y negro.
Unas personas pertenecen al olvido y se mueren, sumisas y ridículas, de pie y apenas acompañadas, en la parada del colectivo que mira un chico.
No son personas, son fotos, seres detenidos. A veces cobran vida cuando los espían desde las ventanas de los edificios de Santa Fe.
De golpe bajaron las persianas. Sellaron uno por uno los ambientes que daban a la calle. Ahora somos todos juntos una foto para un ciego.
Los pies sostienen la espera y los castigos de todas las personas que vuelven de trabajar. El alma se nos pierde hacia el fondo de la calle, donde se tragaron las estrellas.
El cielo de nuestro barrio era una fiesta. Pero después la noche se hizo tan oscura que la sombra tapó todas las casas de negro. De a poco se fueron los gallegos y los italianos del sur. La vida fue una tapita de vino flotando en la zanja, después de la lluvia. La corriente la llevaba al lado de la vereda en dirección a la General Paz, hasta que un día, el menos pensado, el desagüe la chupó desde el agujero del cordón. Ahora, el tiempo se come mis dibujitos animados en las cloacas del Conurbano Bonaerense.
La lengua de la noche repta por la zanja de los barquitos infantiles. Pronuncia cosas que no quiero escuchar.
El alumbrado disipa la oscuridad pero no mata la noche, que viene a la parada del colectivo a ponerme la cara en la cara, para soplarme el invierno en los ojos y burlarse de mí, cantarme canciones de chicos espectrales jugando a la vuelta de la esquina, donde nadie debe existir.
¿Allá viene el colectivo? No, no viene, es otro, un gran pájaro, volando al revés.
Esta semana vendieron la casa de Villa Celina, que construyeron mis abuelos, que siempre perteneció a mi familia, donde yo viví veintisiete años. ¿Cuándo será la última vez que esté allí? ¿O ya habrá pasado ese día?
¿Allá viene el colectivo? No, no viene. Es otro, uno verde, que pasa rápido como una noticia. Nadie lo está esperando.
La cabeza es un televisor que mira un chico. Ve dibujitos animados en blanco y negro.
Unas personas pertenecen al olvido y se mueren, sumisas y ridículas, de pie y apenas acompañadas, en la parada del colectivo que mira un chico.
No son personas, son fotos, seres detenidos. A veces cobran vida cuando los espían desde las ventanas de los edificios de Santa Fe.
De golpe bajaron las persianas. Sellaron uno por uno los ambientes que daban a la calle. Ahora somos todos juntos una foto para un ciego.
Los pies sostienen la espera y los castigos de todas las personas que vuelven de trabajar. El alma se nos pierde hacia el fondo de la calle, donde se tragaron las estrellas.
El cielo de nuestro barrio era una fiesta. Pero después la noche se hizo tan oscura que la sombra tapó todas las casas de negro. De a poco se fueron los gallegos y los italianos del sur. La vida fue una tapita de vino flotando en la zanja, después de la lluvia. La corriente la llevaba al lado de la vereda en dirección a la General Paz, hasta que un día, el menos pensado, el desagüe la chupó desde el agujero del cordón. Ahora, el tiempo se come mis dibujitos animados en las cloacas del Conurbano Bonaerense.
La lengua de la noche repta por la zanja de los barquitos infantiles. Pronuncia cosas que no quiero escuchar.
El alumbrado disipa la oscuridad pero no mata la noche, que viene a la parada del colectivo a ponerme la cara en la cara, para soplarme el invierno en los ojos y burlarse de mí, cantarme canciones de chicos espectrales jugando a la vuelta de la esquina, donde nadie debe existir.
¿Allá viene el colectivo? No, no viene, es otro, un gran pájaro, volando al revés.
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11 comentarios:
conozco esa tristeza de casas que quedan solas. en el mejor de los casos, luego, otra gente las maquilla y recapacitan. y uno pasa por la vereda mirando lo que fue y pide permiso y entra como extranjero a ver un rato su propio cuarto.
en el peor de los casos, luego, uno camina por esos paises que eran los cuartos, sin la frontera de las paredes, ya entre yuyos y todo es baldío y cómo fue tan grande tan poca tierra
que vendan la casa de uno, no está bueno, nada bueno.
igual seguirá siendo la casa de uno.
saludos Rexius
es la caída de un imperio
¡y yo que te preguntaba por villa celina!
tantas veces esperé un colectivo para volver a adrogué desde el centro, conozco la sensación, también vi ese pájaro volando al revés, pero no supe reconocerlo,
los 3 comentarios anteriores dicen cosas muy ciertas,
los dibujos animados animaron nuestras mentes
La casa de Celina,
Rosebud de Rex
ya vendrán nuevas casas, viejos bondis y nuevas historias
qué lindo, Juan!
gracias amigos, gracias a todos.
No, no es un gran pájaro volando al revés, es un mosquito gigante que viene a chuparnos toda nuestra envenenada sangre.
jA, tenés razón, nina-
en este momento tengo la casa repleta de mosquitos gigantes, es el efecto vampírico después de cada lluvia, ya no sé qué hacer.
La lengua de la noche repta por la zanja de los barquitos infantiles. Pronuncia cosas que no quiero escuchar.
GENIA!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Gracias Eca!
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