Después de una noche insólita por toda la ciudad, de Palermo a La Boca, de La Boca a Olivos en el colectivo 29, ahora iba con el sol en punta en mi cabeza, sin dormir, caminando barrios porteños acomodados, en dirección a Plaza Francia este domingo pasado, a vender objetos maravillosos.
Para cortar camino, me metí sin permiso, casi escalando por lo empinado de la calle, adentro de una especie de country en plena Buenos Aires. Me miraban raro esos hombres de seguridad, pero no se atrevían a cuestionarme el andar, dudosos de mi condición de hijo de, de amigo de, vaya uno a saber. A veces, mi destino de obrero blanco me hace pasar La Puerta.
No decían nada en esa calle con autos modernos. Iban y venían, cargando raquetas de tenis y palos de golf. Si iban, subían; si venían, bajaban, pero no decían nada. Insistían: nada, nada, nada. Orgullosos de su cine mudo, de las bocas no les salía ni mu, todo lo que pasaba en ese barrio sucedía en la cabeza, las cuerdas vocales sufrían parálisis crónicas y la charla era un eco, casi imperceptible, que las moscas apagaban mientras volaban de una ventana a la otra. Las conversaciones eran cosas que estaban pasando en el Bajo. Si llegaban hasta acá, enseguida les pasaban el trapo lleno de cif y detergente. Por eso el aire rebosaba limpio y era tan bueno que los chicos pudieran respirarlo.
Yo seguía cargando mi mochila negra, con el horla y el curandero del amor en efecto residual, adoquín tras adoquín en mi escalera al cielo. Por todas partes, señores callados desarrollaban el sentido de la vista. Seguramente, de esos balcones corridos podía verse todo lo que pasaba en la ciudad: chicos ricos pasados de vueltas del sábado todavía corrían picadas en la Avenida del Libertador, los custodios dormían parados en la puerta de la Embajada de Inglaterra, los remises traían gente a la izquierda del tablero. Arriba podían verlos los jugadores del TEG con largavistas. Nada se decía; nada se tapaba. El sol levantaba vapores de toda la planicie, pero a las nubes se las llevaba el Río de la Plata.
No decían nada en ese barrio secreto de la oligarquía. Pensando mis cosas, se me ocurrió que estaría construido como la antítesis de Ciudad Evita. Igual que aquél, éste también tendría forma de busto. Visto desde un helicóptero, podría reconocerse la cabeza del General Aramburu, o del Almirante Rojas.
Me había convertido, sin saberlo, en un espía del Conurbano, en un infiltrado de La Matanza.
Quizás se enteraron a tiempo de mi presencia, o me dejaron pasar a propósito para darme falsa información. En fin, ese silencio no era ingenuo. Tenía tanto consenso mientras yo pasaba entre ellos, que ni siquiera a mí se me ocurrió decir nada, preguntar adónde estaba, para qué lado tenía que ir. Estoy seguro que ese no era un silencio al azar, estaba preparado de antemano, obsesivamente, estudiado en cada detalle por sus arquitectos y urbanistas en caso de peligro.
Después de un rato, de algún modo, logré bajar. Fue de golpe, por una callecita pelada, que me expulsaba con violencia por el plano inclinado, como si me estuviera vomitando. Traté de orientarme y finalmente recuperé mi rumbo, cansado, pero a toda marcha.
Para cortar camino, me metí sin permiso, casi escalando por lo empinado de la calle, adentro de una especie de country en plena Buenos Aires. Me miraban raro esos hombres de seguridad, pero no se atrevían a cuestionarme el andar, dudosos de mi condición de hijo de, de amigo de, vaya uno a saber. A veces, mi destino de obrero blanco me hace pasar La Puerta.
No decían nada en esa calle con autos modernos. Iban y venían, cargando raquetas de tenis y palos de golf. Si iban, subían; si venían, bajaban, pero no decían nada. Insistían: nada, nada, nada. Orgullosos de su cine mudo, de las bocas no les salía ni mu, todo lo que pasaba en ese barrio sucedía en la cabeza, las cuerdas vocales sufrían parálisis crónicas y la charla era un eco, casi imperceptible, que las moscas apagaban mientras volaban de una ventana a la otra. Las conversaciones eran cosas que estaban pasando en el Bajo. Si llegaban hasta acá, enseguida les pasaban el trapo lleno de cif y detergente. Por eso el aire rebosaba limpio y era tan bueno que los chicos pudieran respirarlo.
Yo seguía cargando mi mochila negra, con el horla y el curandero del amor en efecto residual, adoquín tras adoquín en mi escalera al cielo. Por todas partes, señores callados desarrollaban el sentido de la vista. Seguramente, de esos balcones corridos podía verse todo lo que pasaba en la ciudad: chicos ricos pasados de vueltas del sábado todavía corrían picadas en la Avenida del Libertador, los custodios dormían parados en la puerta de la Embajada de Inglaterra, los remises traían gente a la izquierda del tablero. Arriba podían verlos los jugadores del TEG con largavistas. Nada se decía; nada se tapaba. El sol levantaba vapores de toda la planicie, pero a las nubes se las llevaba el Río de la Plata.
No decían nada en ese barrio secreto de la oligarquía. Pensando mis cosas, se me ocurrió que estaría construido como la antítesis de Ciudad Evita. Igual que aquél, éste también tendría forma de busto. Visto desde un helicóptero, podría reconocerse la cabeza del General Aramburu, o del Almirante Rojas.
Me había convertido, sin saberlo, en un espía del Conurbano, en un infiltrado de La Matanza.
Quizás se enteraron a tiempo de mi presencia, o me dejaron pasar a propósito para darme falsa información. En fin, ese silencio no era ingenuo. Tenía tanto consenso mientras yo pasaba entre ellos, que ni siquiera a mí se me ocurrió decir nada, preguntar adónde estaba, para qué lado tenía que ir. Estoy seguro que ese no era un silencio al azar, estaba preparado de antemano, obsesivamente, estudiado en cada detalle por sus arquitectos y urbanistas en caso de peligro.
Después de un rato, de algún modo, logré bajar. Fue de golpe, por una callecita pelada, que me expulsaba con violencia por el plano inclinado, como si me estuviera vomitando. Traté de orientarme y finalmente recuperé mi rumbo, cansado, pero a toda marcha.
Atrás, en lo alto, reagrupaban imágenes para relatos infantiles. Los padres enseñaban a los hijos, y éstos, herederos, contaban en los balcones ovejas del futuro.
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Rexistencia 33 - Rex y la camarera --------------------------------------------------------------------------------------------------------
9 comentarios:
La casualidad y un poco de al pedismo laboral me arrimaron hasta tu blog. Excelentes tus textos. Saludos.
Buenísimo, Esteban, me alegra que te gusten.
saludos
Juan Diego:
el barrio que describís no en vano es llamado "la isla". Voy bastante seguido porque tengo unos amigos que viven allí. El silencio es realmente ensordecedor. Pero sus calles no dejan de tener encanto (y un dejo de nostalgia)
Saludos y felicitaciones
Luis María
Muchas gracias por el dato, Luis María-
saludos!
sí, Gelly Obes, Copernico y Galileo Galilei tienen la virtud de hacernos sentir que vivimos en un tapial o que nos teletransportamos a otra dimensión. Amigo, cuando vaya por esos lares oligarquicos entone la marchita y piense que el Palacio Unzué quedaba por ahí (antes de que llegara la revolucion libertadora y compañia, y el barrio volviera a ser lo que era: un barrio para "gente como uno")
Todo lo que entra tiene que salir.
Mucho me gustó el texto.
este es un comment desfasado porque pertenece más a el patio y las estrellas,
fue uno de los relatos mejores que leí, como si lo viviera, me hizoa acordar a los poemas de damián ríos
me gusta más tu simpleza que algún eco de reclamo socioperonista, es como si tuvieras la mirada más limpia olvidándote de las categorías partidarias o sociológicas,
sólo una opinión, sin ánimo de ofensa ni crítica desmesurada
Paradojas: al barrio detrás de lo que era el Albergue Warnes también le dicen la isla
seguimos leyendo el tour de Juan Diego...qué barrio se viene?
gracias a todos-
tati: aguante!
anónimo: todo bien, bienvenidas las opiniones- muchas gracias!
emma: no sé, pero seguiremos relevando barrios en nuestra vida nómade-
saludos!
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