por Hernán Brienza
(Diario Crítica)
Acaso Villa Celina sea una apuesta mayor a esa nueva literatura barrial, social, lumpen o como quiera llamarse -que anda rondando entre algunos autores nacidos entre fines de los sesenta y principios de los setenta– y, por lo tanto, un salto sin red, casi al vacío. La inclusión de la política –no como intriga (recurso comercial válido) sino como presencia contenedora– y de una identificación del autor con el peronismo podrían anegar su escritura si no fuese por el tratamiento literario que Juan Diego Incardona le da a esa construcción, a esa melange de mitologías, leyendas, anécdotas y realidades que anidan en ese cuadrado de calles pegado a la General Paz.
En el libro los discursos y las voces se yuxtaponen y es posible reconocer la mirada inocente del adolescente narrador –la ternura de Los reyes magos peronistas es encantadora– con el coloquialismo clásico La culebrilla, El hombre gato, Los rabiosos o El Pity (que es un recuerdo de secundario del líder de Intoxicados) el argot o lunfardo de fin de siglo –Bichitos colorados, La guerra, El 80– hasta alcanzar un lenguaje propio, “el celinense”, como lo define el propio Incardona, en el punto más alto del libro: El túnel de los nazis, donde se entremezclan el latín, la biología, la física, la alquimia de palabras, el argot y la jerga ricotera.
Resulta interesante el uso que hace el autor de la violencia y de la pobreza: nunca lleva al texto a la balaustrada del exhibicionismo. Esos elementos recorren el libro no como una obscenidad ante el lector sino como una forma de reconstruir un pasado que Incardona añora y que seguramente no fue tan mitológico como el autor propone. Y la plasticidad para retratar personajes se hace evidente en otro de los relatos fuertes del libro, el del “flaco” Víctor San La Muerte. Por último, un párrafo aparte merecen las ilustraciones del artista plástico Daniel Santoro que encabezan cada uno de los capítulos de esta “novela a relatos” –así definida por el autor– que podría inscribirse dentro lo que Marechal llamaba las aventuras “criolli-malevi-fúnebri-putani-arrabaleras”.
Acaso Villa Celina sea una apuesta mayor a esa nueva literatura barrial, social, lumpen o como quiera llamarse -que anda rondando entre algunos autores nacidos entre fines de los sesenta y principios de los setenta– y, por lo tanto, un salto sin red, casi al vacío. La inclusión de la política –no como intriga (recurso comercial válido) sino como presencia contenedora– y de una identificación del autor con el peronismo podrían anegar su escritura si no fuese por el tratamiento literario que Juan Diego Incardona le da a esa construcción, a esa melange de mitologías, leyendas, anécdotas y realidades que anidan en ese cuadrado de calles pegado a la General Paz.
En el libro los discursos y las voces se yuxtaponen y es posible reconocer la mirada inocente del adolescente narrador –la ternura de Los reyes magos peronistas es encantadora– con el coloquialismo clásico La culebrilla, El hombre gato, Los rabiosos o El Pity (que es un recuerdo de secundario del líder de Intoxicados) el argot o lunfardo de fin de siglo –Bichitos colorados, La guerra, El 80– hasta alcanzar un lenguaje propio, “el celinense”, como lo define el propio Incardona, en el punto más alto del libro: El túnel de los nazis, donde se entremezclan el latín, la biología, la física, la alquimia de palabras, el argot y la jerga ricotera.
Resulta interesante el uso que hace el autor de la violencia y de la pobreza: nunca lleva al texto a la balaustrada del exhibicionismo. Esos elementos recorren el libro no como una obscenidad ante el lector sino como una forma de reconstruir un pasado que Incardona añora y que seguramente no fue tan mitológico como el autor propone. Y la plasticidad para retratar personajes se hace evidente en otro de los relatos fuertes del libro, el del “flaco” Víctor San La Muerte. Por último, un párrafo aparte merecen las ilustraciones del artista plástico Daniel Santoro que encabezan cada uno de los capítulos de esta “novela a relatos” –así definida por el autor– que podría inscribirse dentro lo que Marechal llamaba las aventuras “criolli-malevi-fúnebri-putani-arrabaleras”.
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