jueves, agosto 07, 2008

Los ojos de Celina

Un viaje poético y alucinado al duro corazón de La Matanza

por Claudio Zeiger (Radar Libros)

En la literatura hay comarcas imaginarias y otras que aunque presenten en mano la dura credencial de lo real, son reinventadas hasta desdibujar los bordes entre lo real y lo imaginario. A esta última estirpe, sospechamos, va a pertenecer de aquí en más la Villa Celina de Villa Celina, de Juan Diego Incardona. Y por, al menos, dos motivos: primero porque se trata de una versión personal y hasta íntima del barrio, tachonada de amigos, vecinos y referencias autobiográficas; y segundo porque la zona, tan claramente delimitada en el prólogo, irá adquiriendo tintes míticos en la medida que avanzan los relatos, cuentos y crónicas de la saga bonaerense. Un hombre gato por aquí, una curandera por allá, un episodio de violencia silenciado por los diarios, perros rabiosos, entre otros prodigios tan mágicos como verosímiles desdibujan el territorio, lo enturbian y lo vuelven grisáceo. Quizás, el territorio geográfico se desplaza hacia un espacio mental que ya no conoce de fronteras tan precisas, un espacio mental que no encalla en el cruce de la General Paz y la Riccheri. Se trata, segunda sospecha, del territorio de la infancia.

Puntillosos en cuanto a fechas y circunstancias, los relatos siguen el crecimiento del narrador, sus amigos y conocidos, pero el imaginario de Villa Celina parece estar fijado para siempre en el final de la infancia, en la adolescencia y la primera juventud, cuando el novato mira siempre las cosas como si sucedieran por primera vez, aprendiendo (o mal aprendiendo) de padres y hermanos mayores.

Los cuentos de Incardona tienen una fortísima voz propia, y eso que el tono no resulta nada enfático, salvo en algunos textos en los que privilegia cierta jerga rockero-alucinada, barrial y refinada a un tiempo (símil Los Redondos, básicamente), que complementan el entramado narrativo. De entrada, el chico de “La culebrilla” impone ese tono sin énfasis, y también la mirada que rezuma inocencia y curiosidad pero sin aniñarse. Este cuento, junto con “Víctor San La Muerte” y “Tino”, quizá sean los puntos más altos, pero las crónicas breves, bien sheppardianas, sostienen la mística del conjunto.

Aires de Hebe Huart (Camilo asciende, sobre todo) y de Hubert Selby Jr. Corren libres por las metaleros calles de esta comarca. A diferencia de Lanús, de Sergio Olguín, no se confronta un antes y un después del barrio en Villa Celina. Todo parece transcurrir en ese tiempo legendario y plano de la infancia, que se estira en años y décadas, va y vuelve, y donde la violencia (dato generalmente asociado con el presente candente) también es legendaria, como si en cierta forma transcurriera en una pantalla de cine gigante. El clima es hostil y amenazante, pero jamás exento de una áspera ternura. Más allá de referencias geográficas, podría pensarse que este libro pertenece a una tradición de literatura de frontera, de pasaje. Desde ya, esa tradición arranca en la gauchesca, y a decir verdad no sabemos aún dónde termina. Como no sabemos dónde seguirá la literatura de Incardona, de qué lado de la frontera, porque si más allá de la General Paz lo pudiera estar esperando, agazapada, la trampa de la nostalgia, no ha sido en vano la creación de esta zona literaria tan rica y tan fuerte.

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