Me siento atrás, pensando mil cosas.
La calle está llena de pozos. Todo se mueve. La mochila negra se abre y los anillos ruedan entre los pies del temblor. Los pasajeros aplastan mi vieja propiedad.
Las luces del techo fallan; el colectivo se oscurece.
El pasillo me resulta mucho más largo, y es una tristeza fundamental de la nueva etapa de este viaje, un camino de goma en el medio del desierto del sur, túnel del tiempo a las horas de los hippies y el rock nacional, de aquellas –nuestras- aventuras a dedo.
El chofer se convierte en un punto allá a lo lejos, una especie de estrella, o de Dios.
Paladar quebrado, labios en el bolsillo, dientes en el rincón, lengua en aquella mano, jamás volverán a unirse las partes ni a articular una cuerda vocal para decir otra vez te amo, por lo menos no en mi boca.
Por la ventanilla veo la diversión, que ya no me pertenece.
Al final del pasillo, me voy durmiendo. Las manos se arrugan en posiciones fetales, una agarrando a la otra; se tapan del frío.
La vela encendida al principio de la noche se consume, y ahora me convierto en humo. Floto en el aire formando la figura de un cuerpo, que tarde o temprano desaparece.
En 1995, viajé a Ushuaia con una chica. Fuimos a dedo por la ruta 3, más de 3000 kilómetros. Juntos vimos la Cárcel del Fin del Mundo.
Estos días, tuve que volver, pero con nuevos acompañantes.
“Sus gritos eran estremecedores. Ni siquiera los golpes de los guardias podían controlarlo. Al principio, sentí lástima, y dormir me resultaba imposible. Pero con el tiempo, me fui acostumbrando. El paso de los años lo convirtió en un sonido más dentro del ruido nocturno, y ya no le presté tanta atención. Era una voz que se mezclaba con el viento, con el oleaje del mar en el Canal de Beagle, hasta que todos sus detalles se borraran.”
La calle está llena de pozos. Todo se mueve. La mochila negra se abre y los anillos ruedan entre los pies del temblor. Los pasajeros aplastan mi vieja propiedad.
Las luces del techo fallan; el colectivo se oscurece.
El pasillo me resulta mucho más largo, y es una tristeza fundamental de la nueva etapa de este viaje, un camino de goma en el medio del desierto del sur, túnel del tiempo a las horas de los hippies y el rock nacional, de aquellas –nuestras- aventuras a dedo.
El chofer se convierte en un punto allá a lo lejos, una especie de estrella, o de Dios.
Paladar quebrado, labios en el bolsillo, dientes en el rincón, lengua en aquella mano, jamás volverán a unirse las partes ni a articular una cuerda vocal para decir otra vez te amo, por lo menos no en mi boca.
Por la ventanilla veo la diversión, que ya no me pertenece.
Al final del pasillo, me voy durmiendo. Las manos se arrugan en posiciones fetales, una agarrando a la otra; se tapan del frío.
La vela encendida al principio de la noche se consume, y ahora me convierto en humo. Floto en el aire formando la figura de un cuerpo, que tarde o temprano desaparece.
En 1995, viajé a Ushuaia con una chica. Fuimos a dedo por la ruta 3, más de 3000 kilómetros. Juntos vimos la Cárcel del Fin del Mundo.
Estos días, tuve que volver, pero con nuevos acompañantes.
“Sus gritos eran estremecedores. Ni siquiera los golpes de los guardias podían controlarlo. Al principio, sentí lástima, y dormir me resultaba imposible. Pero con el tiempo, me fui acostumbrando. El paso de los años lo convirtió en un sonido más dentro del ruido nocturno, y ya no le presté tanta atención. Era una voz que se mezclaba con el viento, con el oleaje del mar en el Canal de Beagle, hasta que todos sus detalles se borraran.”
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Rexistencia 38 - La boca del Infierno
2 comentarios:
Esto también me dio frío...
Me abrigo con el Blues de Villa Celina!
beso
gracias luciana. un beso
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