
—Uy, ahí viene W —pronunciar su nombre completo es un riesgo que no pienso correr: podría explotarme la computadora en la cara, acaso caerse el techo sobre mi cabeza, o simplemente padecer una mala racha sutil, y no por eso menos trágica, en los detalles cotidianos (perdería colectivos llegando a la parada, me saltaría el aceite hirviendo de la sartén, se me caería el helado al piso, mancharía mi mejor remera...).
Era una noche de verano a las nueve en punto. Estábamos reunidos todos los guías de Perseverancia en la esquina de Olavarría y Chilavert. W se acercó hasta nosotros. Nadie quería saludarlo, ¡obvio!, pero tuvimos que hacerlo, por temor a las represalias que pudiese tomar el mal agüero que siempre lo acompañaba, como si fuera la cola de un cometa, un cometa oscuro.
Conversamos durante un rato sobre temas intrascendentes, debido, sobre todo, a la diferencia de edad, que impedía que el diálogo fuera más fluido. En esa época, los guías –unas diez personas- promediábamos los veinte años. W, en cambio, era un chico que recién terminaba la escuela primaria.
En un momento miró la hora y se despidió. Fue la última vez que lo vi. Mientras se alejaba, las luces de los faroles comenzaron a apagarse a su paso. Estábamos espantados. Cuando llegó a la esquina de Caaguazú, el barrio quedó completamente a oscuras.
El corte de luz duró varios días. Hubo algunas protestas y muchos comerciantes perdieron la mercadería.
Lo habíamos conocido cuatro años antes. Era un pibe de estatura mediana, algo encorvado de espaldas, morocho, con ojos negros brillantes. Vino con su padre, un personaje tan inquietante y callado como él.
-¿A qué hora lo puedo pasar a buscar?
-A las 12:30.
W entró corriendo al patio del Sagrado Corazón, en donde algunos de los chicos jugaban al delegado. Me acuerdo como si fuera hoy el golpe terrible que se pegó. Tropezó con una nena que estaba sentada a un costado mirando el partido. Cayó de boca al piso. Lo levantamos entre varios. Chorreaba sangre. Enseguida su papá lo llevó a la salita del barrio Urquiza.
Al sábado siguiente volvió, pero esta vez vino solo. Tenía un vendaje en la pera: le habían dado tres puntos.
—¿Estás mejor?
—Sí.
Poco a poco empezamos a sospechar. Siempre tenía los buzos manchados por las defecaciones de los pajaritos y las palomas, pisaba baldosas flojas y se embarraba el pantalón, se golpeaba todo el tiempo. Tarde o temprano, como a Jonás, la tripulación quiso tirarlo al agua.
Los apodos no se hicieron esperar: “Gato negro”, “Lechuza”, o su diminutivo “Lechu”, “Yeta”, “Trece”, “Malparido”, “Malasuerte”. Le cantaban: “Muerte, muerte al malasuerte”. Decían que lo había meado un gato, que su mamá lo parió en el inodoro, que cuando nació apoyó el pie izquierdo antes que el derecho, que rompió un espejo, que tiró la sal, que abrió el paraguas debajo de un techo.
Una vez estábamos sentados en ronda haciendo una dinámica y el Rusito, uno de los chicos más traviesos que conocí, escupió una bomba de saliva hacia arriba. Como no podía ser de otra forma, el proyectil cayó sobre W, exactamente en el medio de su cabeza. Todos empezaron a señalarlo y a burlarse de él. W se puso de pie y se retiró. No derramó una sola lágrima. Atravesó la puerta y se fue caminando por Olavarría con una extraña dignidad, erguido hasta donde su espalda lo permitía, sin darse vuelta en ningún momento, escoltado por las risas de la jauría infantil.
Dos meses antes del apagón en Chilavert lo encontré en el campito. Era mediodía. Estaba solo, construyendo una choza. Me ofrecí a ayudarlo y él aceptó sin problemas. Con un cascote clavamos las columnas, que él habría cortado del cañaveral a orillas del zanjón. Atamos las vigas con hilo sisal. Cubrimos el techo con una chapa de fibra de vidrio que estaba tirada por ahí. Después le agregamos ramas. Me habló más que nunca. Me contó de la escuela, de su familia, de lo mucho que le gustaban los autos (su papá trabajaba en un taller mecánico). Más tarde, cuando estábamos terminando la choza, W interrumpió abruptamente el trabajo para agarrar una piedra. Apuntó y la tiró con furia a unos veinte metros, hacia unos cardos que crecían cerca de un poste. Al principio yo no entendía lo que pasaba, pero cuando lanzó la segunda piedra me di cuenta: le estaba tirando a un tero que caminaba por ahí. Observé interesado, sin intervenir. Pero rápidamente tuve que abandonar mi pasividad porque otro tero, que llegó volando vaya a saber de dónde, enfiló contra nosotros como si fuera un kamikaze. La verdad que me sorprendí: jamás había visto algo parecido.