En la esquina
del Gran Hotel,
se puede ver
un tiempo loco
—lluvia en una calle,
sol en otra calle—
además de otras libertades
que alguien se ha tomado en marzo
al interpretar las leyes
de la naturaleza y la ciudad.
Al cerebro, por ejemplo,
descartado en el container
le brotan hojas de los árboles,
igual que crece el pasto en la vereda
abierta por las pisadas y el verano,
antes de que llueva el glifosato.
En la calle del sol,
los rayos siguen a una nena
porque es la única que anda
por afuera de la sombra.
Debajo de los techos
hay más gente
que el sol no puede ver.
Del cerebro,
tampoco queda mucho para ver;
la vegetación ha recubierto
cada uno de sus hemisferios.
En la enredadera,
una flor lucha por el aire
apretada de recuerdos.
La nena que miraba el sol
ahora se sienta en el piso,
saca de su mochila al Oso Teddy
y con una tijerita
empieza a operarle el corazón.
Los gatos confundidos
se acercan
para ver si cazan algo.
Los pájaros reales
huyen despavoridos,
abandonan la localidad
y vuelan
hacia las colonias alemanas
o hacia la ruta
de los micros.
Coronel Suárez, 26 de marzo de 2012
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